El semanario Brecha visitó algunos de los centros de privación de libertad de adolescentes. Allí conversaron con algunos de ellos, quienes les contaron cómo sobreviven a las 20 horas diarias de encierro –que en ocasiones llegan a 23- el maltrato de los funcionarios y a la falta de actividades educativas o de recreación.
“Esto es el Ser”, responde uno de los adolescentes, cuando le preguntan si su celda tiene calefacción. Tampoco tiene luz. Allí duermen, allí comen y allí reciben sus visitas. Allí hacen sus necesidades. Además de las cuchetas, que ocupan la mitad del espacio de la sala y el inodoro, que hace poco sustituyó a las bolsas de nylon, no hay lugar para mucho más.
Una ventana, “del tamaño de una caja de ravioles”, según consignan los periodistas, es la única vista. Cuando les preguntan cómo es un día allí, la respuesta es sencilla: “Todo el día de tranca”. Todo el día encerrados. Las únicas salidas son para bañarse y para ir al patio, cuando se lo permiten. Dos veces por semana, además, juegan al fútbol. Este año abrió una escuelita y una ONG da distintos talleres. Pero “a veces te toca y a veces no”, dicen los adolescentes.
El Ser es el centro de mayor seguridad, y también el del castigo. Los adolescentes allí encerrados no son necesariamente los que cometieron los delitos más violentos, sino quienes tuvieron problemas de conducta en otros centros. Cuando uno llega al Ser, lo encierran en la “tumba”, una celda de castigo en la que pasan, sin luz, actividades, ni patio, en completa soledad y aislamiento, cinco días.
En otros centros la situación es significativamente distinta.
En el Centro de Medidas Cautelares, en el Ceprili o en el Ituzaingó, los adolescentes pasan menos tiempo en las celdas, casi no hay sanciones –y cuando ocurren no son violentas-, y hay talleres de teatro, computación y cocina, entre otros. Funcionarios y adolescentes realizan juntos muchas de las actividades, como la construcción de un baño “para las visitas” en el Ituzaingó. “Acá los funcionarios vienen tres veces por semana desde las 7 de la mañana a las 7 de la tarde y trabajan con todos los gurises que quieran”, cuenta el director del centro.
Todos los adolescentes que ingresan en algunos de los centros de privación de libertad, reciben un reglamento de convivencia. “Nos hicieron firmar y nos dieron esto”, repiten varios. Respetar a los compañeros, a los funcionarios, a la Policía, son algunos de los puntos del reglamento. Los que pueden leer sin dificultad, no lo comprenden del todo; otros ni siquiera lo leyeron. Otros tienen subrayado los puntos que no siempre se respetan, como el que afirma que tienen derecho a recibir la visita de familiares o amigos.
Suspender la visita, o restringir la duración de las dos llamadas telefónicas semanales de seis a tres minutos, son algunas de las sanciones más comunes.
Obligarlos a limpiar las paredes del centro, completamente desnudos, es otra, según denunciaron muchos.
“Te cagan a palos en el Ser, ¿les dijeron?”, pregunta un adolescente a los periodistas. “Hay mucha tranca pero este hogar está bueno, no te pegan ni nada. En el Ser te pican”, dice otro.
“El paquetito” es otra de las torturas que parecen repetirse con frecuencia. Consiste en encadenar al adolescente de pies y manos, enganchando los grilletes por detrás del cuerpo para minimizar el movimiento. En esa posición quedan el tiempo que el funcionario quiera.
Además de la tortura física, la naturalización de los castigos parece haber desdibujado la finalidad de los centros de privación de libertad para adolescentes, al punto que éstos parecen resignados ante lo que les toca. Así lo expresa uno de ellos: “No vas a estar tan bien, es una cárcel”.